Voz

El inspector Mita tamborileaba la madera de la mesa con sus uñas recortadas con pulcritud, mientras observaba con atención las fotografías de cuatro sospechosos con malas pintas y peor carrera delictiva: todos eran conocedores del color de la sangre derramada con violencia. Para cometer sus crímenes, dos de ellos habían utilizado cuchillos de cocina, el tercero un martillo y el último una pistola. Éste era, a priori, el candidato al premio al asesino en serie del año. El reguero de cadáveres desde Roncesvalles hasta Santiago de Compostela tenía el sello de Zorin, el personaje en cuestión. Su firma en los dos asesinatos que había cometido era inconfundible: un primer tiro entre ceja y ceja, un segundo disparo en el corazón y un tercero en la ingle. Todos los muertos que habían aparecido en el último mes y medio presentaban señales parecidas, aunque no iguales: las heridas parecían orificios realizados con algún otro objeto punzante al rojo vivo, en lugar de balas, ya que aparecían cauterizadas y sin una sola gota de sangre. Un par de detalles adicionales desconcertaban al policía: no se trataba de un imitador (los pormenores acerca de la disposición de los balazos jamás habían trascendido a la opinión pública) y el asesino, de nombre Judas Martínez había estado encerrado en la cárcel de Villabona, en Asturias, más de diez años. Nunca había disfrutado de un permiso. Los otros tres sospechosos no tenían una conexión tan evidente con las personas fallecidas. Para terminar de rizar el rizo, el director de la prisión le había informado dos horas antes de que al convicto Judas Martínez lo habían encontrado muerto a primera hora de la mañana, en su celda, con signos de asfixia. Todavía se estaba realizando la autopsia para determinar las causas reales de su muerte.
Mita observó el mapa de la pared, donde había señalado los lugares en los que habían aparecido los cadáveres, quince en total. Había algo muy extraño en aquel asunto que no lograba definir y tenía la sensación de tener la respuesta ante sus narices.
En el papel se encontraban señalados los puntos donde habían aparecido los cuerpos: un alfiler rojo para hombres y uno amarillo para mujeres. Los alfileres rojos sumaban uno más que los amarillos: el asesino estaba siendo muy ecuánime en este aspecto. Siguió la línea de la ruta desde Roncesvalles con el dedo y, por vez primera, cayó en un detalle: daba la impresión de que los puntos señalados eran equidistantes entre sí, o casi. Si se obviaban algunos huecos, la mayoría de los cuerpos habían sido encontrados a unos sesenta y seis kilómetros unos de los otros, una enigmática cifra sin ningún sentido para Mita, pero que alguno debía tener. Los crímenes se desperdigaban por todas las provincias, siguiendo la ruta del Camino de Santiago, aunque algunos se encontraban alejados de la ruta principal en un radio de hasta treinta kilómetros. Fueron las heridas de los dos primeros cuerpos, hallados en Burgos y León, las que establecieron la conexión entre ambas muertes. Después, el goteo de víctimas fue constante: Roncesvalles, Burgos y Santiago de Compostela fueron las siguientes ciudades en sumarse a la lista. El patrón ya estaba claro.

Mita se levantó del sillón de cuero negro, rozado por el uso. El asiento recuperó un poco la forma, con lentitud, como desganado. El inspector observó un punto que aparecía señalado en el mapa y que hasta entonces no había calado con suficiente intensidad en su subconsciente: se trataba del lugar donde había aparecido el sexto cadáver, de una mujer de setenta años, vecina del pueblo de Curtis. Su cuerpo había sido hallado por un repartidor que cubría su ruta habitual, a las cinco de la mañana de hacía tres días. La mujer estaba recostaba contra el hito del punto kilométrico 666 de la carretera N-634, como si estuviera descansando, cuando las luces iluminaron el lugar en el que se encontraba. El hombre se llevó tal susto que casi estampa la furgoneta contra la casa de en frente. Sesenta y seis kilómetros. Punto kilométrico 666. Una secta. O un pirado adorador del diablo. Sí, parecía un indicio a tener en cuenta y quizás arrojara algo de luz sobre el caso.
En ese momento sonó la estridente melodía de su teléfono, que vino a interrumpir sus pensamientos.
—Le ha costado un poco dar conmigo, inspector —dijo una voz de hombre, inexplicablemente sensual y atractiva, al otro lado de la línea.
—¿Perdón? —dijo el inspector. Miró la pantalla, pero se trataba de una llamada desde un número oculto—. ¿Quién es usted? —preguntó.
—Vamos, inspector, sabe de sobra quién soy yo. Lo ha tenido delante de usted, en ese mapa tan bonito que cuelga de la pared, todo el tiempo —aseguró la voz—. Espero que se haya divertido con este juego. Yo, al menos, lo he hecho. Por cierto, le he dejado unos últimos regalos, escuche con atención —el desconocido enumeró una serie de lugares y poblaciones que se extendían desde Santiago hasta Roncesvalles y Mita supo que se trataba de localizaciones de nuevos cadáveres—. Atienda a la agente Nieva, inspector.
Mita escuchó el tono de otra llamada entrante, en espera. Miró la pantalla y vio que se trataba de Raquel Nieva, la coordinadora del caso en Navarra. No podían ser buenas noticias.
—Adiós, inspector. Nos veremos pronto —se despidió la voz.
—¿…inspector? ¿Se encuentra ahí? ¿Inspector Mita? —llamaba Raquel, al otro lado de la línea—. Le digo que ha aparecido otro cuerpo. ¿Me oye?
Pero el policía escuchaba la voz de la agente como si se encontrara a mil kilómetros de distancia, traumatizado. Su único pensamiento se centraba en saber a qué se había referido el desconocido, de voz atrayente y maligna a un tiempo, con que se volverían a encontrar pronto. No podía sacarse aquella voz de su cabeza.
El diablo existía y estaba haciendo el Camino de Santiago a su modo, aprovechando que era Año Jubilar.

Imagen de Tibor Janosi Mozes en Pixabay

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