Cena de navidad

En nuestra pequeña aldea — situada en una isla que forma parte del archipiélago de Salomón—, el día de Navidad es especial, aunque no profesemos la fe cristiana. Al amanecer, nos dirigimos a la playa para dar la bienvenida al nuevo día, siguiendo una vieja tradición, y los más ancianos se adentran en las aguas saladas para no volver. Es el día en que dicen adiós a esta vida y van en busca de la siguiente, y toda la tribu acude para despedirse de ellos; así, los más longevos se reencuentran con el mar de donde un día salieron y dan paso a las generaciones más jóvenes. Pero no es algo triste, para nosotros es un motivo de alegría.

Luego, entonamos cánticos y adornamos toda la aldea con flores, durante el resto de la mañana y de la tarde. Ese día no almorzamos, nos reservamos para el gran banquete de la noche.

Este año pensábamos que habría que suspender la celebración principal (algún año ha ocurrido), pero nuestros dioses han sido benevolentes con nosotros en el día de ayer, cuando ya comenzábamos a perder la esperanza.

Los visitantes llegaron en un yate de color blanco y eran cinco, dos mujeres y tres hombres, y los vi llegar desde la playa. Fondearon la embarcación a unos cien metros de la orilla y se acercaron en un pequeño bote hinchable, de color rojo chillón, que ofendía a nuestra vista. Las mujeres fueron las primeras en pisar la arena blanca de nuestra isla y se comportaban de un modo un tanto extraño para nosotros: llevaban unos aparatos en la mano con los que no dejaban de apuntar a todas partes: también a sí mismas, ya fuera solas, juntas, riendo, haciendo muecas, al lado de las palmeras y al borde del agua, mientras seguían mirando a los aparatos una y otra vez. Uno de los hombres se acercó hasta donde yo me encontraba, con uno de esos chismes, y me dijo algo en una lengua que no entendí. Deduje que quería que yo observara el aparato y lo hice, un tanto intrigado. Fue un segundo. No me causó ningún dolor. Luego, el hombre me enseñó el otro lado del objeto y descubrí en su superficie a un hombre pintado con los mismos colores de nuestra tribu y con el taparrabos como el que usaban los hombres, idéntico al mío. No supe qué hacía aquel hombre dentro del objeto, pero allí estaba. Eran unas personas un tanto raras y vestían con bastante ropa, así que deduje que debían de estar pasando un poco de calor.

En ese momento llegó mi hermano, quien había estado buscándome por la isla. Se quedó petrificado cuando vio al grupo de forasteros que correteaban por la playa pero, al mismo tiempo, sonrió con gran alegría, dejando al descubierto sus dientes afilados. Hizo un gesto a uno de los hombres, para que se acercara hasta nosotros. Le dijo en nuestra lengua que, si gustaban quedarse, serían nuestros invitados de honor en la cena de mañana. El hombre no entendió nada. Entonces, mi hermano extendió sus manos con la palma hacia arriba e hizo un gesto para mostrarles el sendero que iba hacia la aldea y echamos a caminar delante de ellos, sin comprobar si nos seguían.

No hizo falta insistir. Los cinco parecían muy entusiasmados y vinieron tras nosotros, mientras parloteaban sin cesar. Unos minutos más tarde, alcanzamos el poblado. No es muy grande, apenas somos cincuenta personas en total, pero resulta muy acogedor. De una de las cabañas de caña salió nuestro papá, que también es nuestro líder hasta que tenga que marchar al encuentro con las olas.

—Hola, papá —saludó mi hermano—. Mira a quienes hemos encontrado en la playa.

Hizo un gesto hacia los invitados y éstos pronto saludaron a su vez con las manos, mientras sonreían sin cesar. Parecía que les gustaba estar enseñando todo el rato los dientes, como si fuera parte de algún ritual.

—¡Maravilloso! —exclamó papá—. Como siempre, nuestros dioses proveen. Guardad a buen recaudo a estos invitados, no queremos que su carne se estropee para la cena de mañana.

Mi papá mostraba una y otra vez los dientes a los extraños mientras hablaba, imitándolos.

Ellos, que no entendían nada de lo que ocurría, también sonrieron.

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